Ella hablaba con una voz que no me molestaría escuchar un domingo por la mañana mientras el sol tuesta la piel y las libélulas vuelan muy cerca del agua.
Hablaba con pocas pausas, porque pausas eran de lo que estaba harto en mi vida y ella lo sabía. A momentos usaba una palabra que sobresalía de entre las demás, como una perla arrastrada por el agua salada, corta y discreta, que carecía casi por completo de significado, pero que me hacía sonreír por dentro cada vez que la escuchaba. Era como si un diamante hubiera terminado incrustado en el caparazón de una tortuga. ¿Cómo había llegado ahí? ¿le había dolido? ¿sabía lo hermosa que la hacía ver?
Yo nunca podría atreverme a decírselo, no debía. De saberlo, quizá ya nunca la diría igual, quizá pararía de decirla sin darse cuenta. Eso me aterraba profundamente…
Ella seguía hablando y yo escuchando. Su voz me seguía susurrando aún cuando había acabado de hablar. Sus ojos me prometían cosas que no me atrevería a pedirle a nadie.
De pronto, sus palabras me hablaron, no sólo al oído sino al corazón, el cual, al encontrarse hinchado y dichoso, terminó por abrirse para dar paso al sonido de su voz:
«Yo no estoy aquí».
…
No pude creerle. No quería hacerlo.
Angustiado, me acerqué y extendí mi mano para tocar la suya, que reposaba sobre la mesa. Mis dedos pasaron de largo y dieron con la madera.
Ella era sonido, más bella que cualquier otra nota que hubiera escuchado, pero igualmente imposible de asir.
Si no estaba aquí, ¿en dónde estaba? ¿qué estaba viendo? ¿qué era lo que escuchaba entonces?
Quizá sólo veía su luz, como la de una estrella que solía estar viva hace miles de años. Tal vez sólo escuchaba su voz como la de un lírico griego que revive cuando paseas los ojos por sus versos. Entonces, ¿cómo alcanzarla?
No, tenía que estar viva aún, o nada más podía estarlo. Podría sólo estar atrapada en el pasado. Tal vez no podía volver, pero yo la esperaría. ¿Cuánto tiempo? Para siempre. Pero nada es para siempre. Pero yo lo haría.
Sostendría el puente por un sólo lado, lloraría con un sólo ojo, besaría con un sólo labio. Me mutilaría.
Pero, ¿y si no quería volver? ¿Seguiría escuchando el eco de su voz?
Sí, la escucharía, y mientras la noche se tornara más oscura y más queda, la escucharía aún más cerca: «Yo no estoy aquí».